jueves, 25 de febrero de 2010

El Mercado en Tunja


El Mercado en Tunja.-

De los recuerdos de mi infancia conservo con gratitud las visitas semanales a la plaza del mercado de Tunja. En un comienzo acompañábamos, mi hermana Julietha y yo a mi madre, lo cual nos permitió adquirir cierta pericia, demostrando sentido de responsabilidad, habilidad para regatear y ojo experto para seleccionar los productos. En algunas ocasiones mis padres consideraban que ya estábamos preparados para asumir la gestión de ser los encargados de hacer el mercado semanal.
Era todo un acontecimiento porque la primera etapa consistía en elaborar la lista del mercado, luego establecer unos precios aproximados para cada artículo, recibir el dinero, guardándolo muy bien lejos de las manos ligeras amantes de lo ajeno. Siempre nos acompañaba la empleada del servicio, en ese entonces se le conocía como “La Muchacha”., quien debía multiplicarse para poder llevar cuatro o cinco canastos, dos costales de fique, y unos talegos o bolsos también en fique pintados de colores verde y rojo en rayas verticales.
El mercado tenía lugar tres días a la semana: Los martes, los jueves, y el día grande era el mercado de los viernes. Día este en que se presentaba una mayor cantidad de oferta de productos, con mejor calidad y a mejores precios.
Ingresar a la Bellísima Plaza de Mercado de Tunja era participar de un desorden fenomenal, recibiendo empujones, y uno que otro azote de pañolón, pues las campesinas usaban como prenda distintiva unos amplios pañalones, que terminaban en trenzas. Cada vez que lo trataban de acomodar, lanzaban al rostro de quien estuviera cerca un verdadero latigazo. De igual manera, las trenzas de los pañolones se enredaban fácilmente en las rendijas de los canastos, formando una que otra discusión. El marco de colores se confundía entre los grises y cafés de las ruanas de los campesinos y los negros de los pañolones de las campesinas. Una vez dentro de la plaza, se procedía a la búsqueda de los “puestos” de los diferentes productos, distribuidos en los diferentes pabellones de esta hermosa joya arquitectónica que era la plaza de mercado de Tunja.
Los productos eran muy variados y en ese entonces, finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta , los precios gozaban de una razonable estabilidad. La forma de mercadear era bastante singular: Por ejemplo, la arveja, se compraba por tarros, la zanahoria, la remolacha, los plátanos, se compraban por “puchos”, igual que la naranja , la mandarina. La curuba, las peras, las manzanas, los anones, las chirimoyas, se vendían empacados en bolsas de papel. La cebolla larga, por “atados”. Los granos: el arroz, los fríjoles, el garbanzo, las lentejas, se tomaban con unas grandes cucharas de los bultos, y se procedía a pesar las cantidades seleccionadas en básculas romanas.
La papa que en ese entonces se compraba por bultos o por “cargas”, o si se necesitaba menor cantidad, se podía comprar por arrobas, se adquiría en un lote gigantesco que se conocía como “El Hoyo” ubicado en las afueras de los pabellones de la Plaza, Allí únicamente se vendía papa. En El Hoyo, se podría observar las mulas y los asnos o burros, que eran utilizados para el transporte de la papa.
El saludo de las vendedoras era “Quihubo Patroncito”, y el trato era de gran respeto, pues incluía obligatoriamente el “sumercé”. Jamás una vendedora tuteaba a un cliente.
Un aspecto curioso era la forma como las campesinas guardaban su dinero: lo envolvían en unas bolsas como pañuelos que se escondían en medio de sus voluminosos senos. En cada ocasión en que debían dar las vueltas o el cambio, tenían que recurrir a la búsqueda de la bolsita, haciéndolo con sumo cuidado para no ofender a la moral.
Una vez se completaba la lista de compras, se procedía a contratar al “Chino” que era el encargado de transportar todo el mercado en un vehículo artesanal de madera y rodachines, que se denominaba “la zorra”. Las costumbres siempre incluían “la prueba” de cada fruta que uno fuera a comprar, así como el obligado regateo por el precio y exigir la “ñapa” o encime.
El remate del mercado era el paso obligado por una fritanguería, en donde se compraba una serie de embutidos: la morcilla, la salchicha roja, la longaniza, una porción de costilla de cerdo, un buen trozo de chicharrón, lo anterior acompañado de papa criolla humedecida en un bravísimo picante o ají. Ese era el premio merecido a los ahorros conseguidos en las negociaciones o regateos.
Esa era parte de la vida cotidiana de Tunja en los finales de los cincuenta y comienzos de los años sesenta en mi Tunja del alma.
Hoy esta hermosísima edificación ha sido convertida en un espacioso centro comercial y de oficinas. Ya no se ven esas campesinas vestidas de sombrero y pañolón, sino adustos tunjanos vestidos en trajes de paño y corbata, con aspectos de burócratas y ejecutivos. Ya no se escucha la tremenda bulla de los días de mercado. Todo ha quedado en un silencio que permite detectar los fríos vientos en su camino hacia la Esquina de la Pulmonía
Se acompañan fotografías que ilustran lo anterior.

jueves, 18 de febrero de 2010

LOS CUATRO SIBARITAS DE PASADENA


LOS SIBARITAS de PASADENA
Le huyen al estrés, le huyen al ruido infernal de la ciudad, buscan la sabiduría de lo elemental, sabedores que la vida es un instante y que ya han vivido lo suficiente, se han forjado el firme propósito de disfrutar cada momento, lejos de preocupaciones, dándose un respiro, creando un paréntesis a la rutina y desoyendo por minutos las recomendaciones médicas, se dedican cada quince días a elegir un buen restaurante, pedir los mejores platos, beber de los más añejos vinos, degustar un delicioso postre y terminar con un oloroso café.
Es un ritual, una ceremonia con mucho protocolo que se cumple religiosamente en forma quincenal. Se alejan de su barrio Pasadena y se dirigen a un pueblito sabanero, o a algún escondido restaurante francés en búsqueda de nuevas sensaciones gastronómicas.
En ocasiones a alguien se le olvida el sombrero. Lo hace con la firme intención de rehacer el camino y regresar, porque el estómago es curioso y se ha quedado un platillo sin probar.
Son cuatro los Sibaritas de Pasadena: Fernando, odontólogo que salió de su San Juan de Pasto para estudiar en Medellín y de allí atravesar el Inmenso Charco hasta la lejana Londres, continuando en Copenhague, Jorge, un ingeniero apasionado por el tema del agua, quien viniera de su natal Samacá para graduarse en Los Andes con las mejores notas, hacer una, dos y más especializaciones, dueño de su empresa, trabajador incansable. Su reloj marca días de 30 horas, con el fin de aprovechar mejor el tiempo. Jugó a político, siendo el primer alcalde electo en su pueblo natal, ahora mantiene buena parte de su tiempo ocupando sillas de los aviones que lo llevan desde los lugares más alejados del país, hasta Chicago o Nueva York. Pero nunca aplaza una cita con sus compañeros Sibaritas.
Francisco es otro Odontólogo, javeriano, finquero, gran amigo, de excelente gusto, sobresale su sencillez, ha abandonado su butaco de odontología para emprender actividades de constructor, desarrollando planes de vivienda de interés social.
Y por último, está el novato, el aprendiz , Emilio, quien escribe estas líneas como homenaje a sus grandes amigos sibaritas, de quienes aprende algo nuevo cada día.